Té con dios
Miles de personas meditaron el jueves acerca de la inexistencia de dios, durante el debate que mantuvieron el zoólogo Richard Dawkins y el obispo de Canterbury, Rowan Williams, en el salón de actos de la facultad de Teología de la Universidad de Oxford. Los pocos asientos del cálido salón llevaban semanas ya comprometidos; pero la audiencia internáutica determinó que a las cinco de la tarde, hora de España, nuestro mundo pareciera un lugar de estimable refinamiento. Es muy improbable que una discusión de esas características haya reunido nunca tanta audiencia. El mundo puede ponerse globalmente de acuerdo en torno a las convocatorias de algunos artistas, sean Messi, el Papa o Madonna. También en torno a ciertos debates políticos: pero en estos debates la discusión es apenas un liviano velo que oculta la sustantiva lucha por la victoria electoral. Ahora bien: una audiencia semejante para una discusión en sí, sin más premio de importancia que el participar en ella, centrada en un asunto sobre el que se sabe con certeza que no habrá brutal novedad ni descubrimiento, es una rareza memorable. Nunca tantos pensaron al tiempo sobre lo mismo, ¡y habrá que ver el efecto que tendrá en la atmósfera esta emisión de CO2!
Otra cuestión novedosa fue la materia concreta del debate. Dawkins y Williams, que estaban formalmente convocados a discutir sobre La naturaleza del ser humano y la cuestión de su origen último, título que probablemente acuñó el moderador, Anthony Kenny, debatieron, como te he dicho, sobre la inexistencia de dios. Un cambio radical de paradigma. Si viste el debate, estarás de acuerdo: lo que de verdad se discutía en el salón oxoniense no era de dios sino de su desaparición; no de las cláusulas presentadas por el obispo sino de las presentadas por Dawkins. El zoólogo aludió a una encuesta reciente encargada por su fundación: la mitad de los británicos no se consideran religiosos. En consecuencia, los ateos empiezan a impugnar ese rol históricamente subordinado que se exhibe en la propia etimología de su nombre. Y el obispo Williams aceptó amablemente, con absoluto fair play, el nuevo estado de cosas. Este periódico donde te echo las cartas, que se hizo eco entusiástico del acto y que en su difícil escrituración elevó por vez primera el tweet español a un orden intelectual, permitió acceder a la clave del asunto cuando tituló Darwin versus Dios. Hace siglos habría sido mera blasfemia: hoy es la noticia de un combate que se resuelve por incomparecencia.
Entre los argumentos de Dawkins estuvo, como es lógico, el más dañino y principal: basta mirar el mundo para saber que es fruto de un azar ciego y no del diseño de un dios bondadoso. Por el momento la evolución ha degenerado en una suerte de criaturas que no sólo mueren, sino que saben que van a morir, y lo que es ya completamente estomagante desde una perspectiva teleológica: que no quieren morir. En fin: lo que se llama una programación completa. Incluso en Canterbury es difícil de sostener que sea fruto de la bondad diseñada. El cristianismo de nuestra época, ablandado, humanizado, no tiene posibilidad de respuesta a esta objeción naturalista. Sólo un cilicio sangrante, la canónica invocación del mundo como lugar de obligado sufrimiento, pudiera oponerse con éxito. Pero la iglesia no parece tener mucha clientela dispuesta a morir también en vida, una masa crítica suficiente que sostenga la teoría del mundo como terrible y eficiente rito de paso.
Así pues el contrincante real de dios en el debate fue, más que cualquier otro nombre propio, el azar. No me dio la impresión de que el obispo utilizara en beneficio de sus argumentos el inexorable sesgo contraintuitivo que tiene el azar como explicación de la vida. Sólo pareció aprovecharse al aludir a la belleza del mundo y recordar, como dice uno de los mandamientos principales de la religión y de la estética, que la belleza nunca puede ser casual. La belleza del mundo (de la que también participa Dawkins aunque atribuyéndosela en su caso al azar) es un concepto algo pintoresco: decretar la belleza del mundo exigiría convertir la belleza en una categoría previa, extramuros, y haberla proyectado con consecuencias distintas, negativas, sobre otros mundos. En este sentido el mundo es el que es, como sí dijo sabiamente el de Canterbury en otro instante.
El azar es el rival de dios, sin duda; pero no un aliado de Dawkins a tiempo completo. Nuestro zoólogo suele querer impugnar la existencia de dios subrayando que la hipótesis divina no resuelve el problema del origen, porque una vez aceptado dios hay que preguntarse qué o quién le dio el origen. Es cierto, pero también con el azar hay que ir a la búsqueda del Azar. El azar funciona estupendamente cuando, deslumbrados ante el mundo, los creyentes dicen que tal belleza o tal complejidad (no lo olvides: categorías de operatividad relativa) deben obedecer a un diseño y a un propósito. O sea, el azar funciona para explicar que algo es bello o es complejo. Pero a la hora de explicar que algo es, su eficacia no sobrepasa la de la hipótesis divina.
Así pues no me pareció buena estrategia el empeño del obispo de tratar de instalar a dios en aquellas zonas de la historia evolutiva que no se comprenden bien (¿qué hay del Adn señor Dawkins?), siguiendo la estrategia god of the gaps, es decir, la de colocar a dios en los sucesivos eslabones oscuros o perdidos de una teoría cuya lógica global es aplastante. Tal vez fuera mejor colocar a dios un poco antes, en aquel lugar donde algo que hay se llama nada.
En realidad, el problema máximo de los creyentes respecto a su dios es sólo la bondad de propósito que le atribuyen y su fervorosa implicación con nuestro destino. Porque, ciertamente, la evolución es incompatible con ese dios previsor y misericordioso. Pero el agnóstico Dawkins (así prefirió llamarse el jueves y pensé que solo con muy buena voluntad cuadraba su nuevo estado con las furiosas y divertidas páginas que dedica al agnosticismo en El espejismo de Dios) debe de saber que la teoría de la evolución no parece incompatible con una inteligencia que hubiera establecido la ley del azar ciego, ¡dios sabe con qué propósito, o a partir de qué fatal error! Ni siquiera debería tratarse, por cierto, de una inteligencia perversa, tan literaria, por otra parte. Bastaría que estuviera poseída de una indiferencia moral, similar a la que el hombre, ¡el buen hombre!, mantiene respecto a la mosca de la fruta. La Humanidad como el experimento de una inteligencia algo indolente e incluso descuidada no creo que pueda despacharse, en resumen, con la misma facilidad con que se despacha el buen dios de las barbas blancas. La única cuestión difícil, en esa hipótesis, es a quién pondríamos a batallar con el zoólogo en la dorada paz oxoniense.
Sigue con salud
A.